Zgymunt
Bauman: el divorcio entre poder y política es la enfermedad del mundo
globalizado
El sociólogo comenta las
negociaciones sobre la deuda griega y las define “Sin salida”. Porque
contraponen la política de los estados-nación, priva de instrumentos, al poder
supranacional de las finanzas y de la economía.
Una carrera insensata hacia la
catástrofe. Un juego peligroso, en el cual no hay perdedores. Para Zgymunt Bauman, decano de la
sociología europea, entre los pensadores contemporáneos más influyentes, las
negociaciones sobre la deuda griega entre los ministros de economía del
Eurogrupo y el gobierno de Alexis Tsipras no tienen vía de escape.
Porque no nacen solamente de ideologías
políticas opuestas, de diagnósticos diferentes sobre el origen de la crisis
económica, sino de la patología estructural del mundo globalizado: el divorcio
entre el poder y la política. Por una parte está la política de los estados
nación, anclada a los confines nacionales, priva de los instrumentos para
satisfacer las necesidades de los electores, por otro lado el poder de las
finanzas y de la economía, que no responde al electorado sino a los accionistas
y a la rentabilidad.
Dos mundos “inconciliables, puede que incompatibles”, explica de manera rápida
la teoría de la “sociedad líquida”, por la cual es tiempo de archivar el actual
modelo económico, porque produce “exclusión, soledad, desigualdad”.
Profesor Bauman, desde hace semanas está en curso un duro
pulso entre el gobierno del primer ministro griego Tsipras, que quiere
renegociar la deuda y rechaza los planes de austeridad, y los ministros del
Eurogrupo y los representantes de la Troika, los cuales insisten para que
Atenas “respete los pactos”. ¿ Quién tiene la razón?
Podremos saber quién “tiene la razón”
solamente si tuviésemos una línea directa con el Omnipotente, lo cual no es
posible. Lo que es seguro, es que estamos asistiendo a otro round de un tira y
afloja, en el cual los valores, los principios, las ideas sobre lo que es
acertado y equivocado no tienen sentido, adoptados por amor de conveniencia, y
rápidamente abandonados en cuanto dejan de ser útiles. Más que a revelar la
sustancia de la puesta en escena, los conceptos de acertado y equivocado sirven
para camuflarla. Reduciendo la cuestión a lo esencial, podremos decir que está
en juego una confrontación entre los portavoces de los griegos, reducidos a una
condición aparentemente incesante de creciente miseria, y aquellos de los
poderes financieros. Ambos frentes son “acertados”, pero son inconciliables y,
me temo, incompatibles. Por una parte los poderes financieros son libres
“invertir” o “no invertir” donde quieran, en el momento que deseen, libres
hasta de maltratar la política, que se presume sea el ángel de la guarda de los
valores, incluso aquellos morales; por otro lado, la política no puede mostrar
ningún músculo para condicionar, ni mucho menos obligar, a los poderes
financieros a invertir en momentos y lugares precisos o para hacerles desistir
de la tentación de no invertir.
Cabe decir que lo griego es un caso ejemplar de lo que usted
define como el “divorcio entre poder y política”, ¿con el primero siempre más
supranacional y la segunda anclada a los confines nacionales?
Es así. Todos los Tsipras y los
Varoufakis de este mundo están atados a un doble vínculo, una atadura férrea de
la que ningún otro político a conseguido hasta ahora librarse: por una parte
existen los que los han elegido hasta que les sirviesen, por otro lado los que
gobiernan ignorando la voluntad de los electores. En breve, la disputa está
entre los estados nación y los mercados bursátiles. Los primeros son locales
anclados al terreno, al territorio nacional, los segundos son globales
devotamente desanclados de cualquier institución política, independientemente
de su nivel.
En estas condiciones de disparidad entre los instrumentos y
los objetivos de la acción política, ¿Qué forma adquieren los confrontamientos
entre soberanía estatal y finanzas supranacionales?
En esta situación cada confrontación no
puede más que adquirir la forma de los duelos americanos o de aquellos que en
la teoría de los juegos toman el nombre de “peleas de gallos”. En ambos casos
el perdedor es quien se rinde primero, evitando la catástrofe. Me parece una
caracterización del drama actual mucho más pertinente de aquella sugerida por
muchos -como Cécile Ducourtieux en el diario Le Monde del 17 de febrero- hablan
de farol en una partida de póker. En este momento la atención de los medios de
comunicación está dirigida a Syriza y a Grecia, pero pronto vendrá canalizada
hacia Podemos, en España, y después en otro lugar. Más allá de las individuales
tretas del caso, las peleas de gallos de hecho se acaban jugando, con mayor o
menor abandono, en cualquier lugar del mundo, cada día.
Se trata de juegos peligrosos, que se aplican a la realidad
social, y cuyo resultado es imprevisible…
En cambio la metáfora que prefiero
cuando se discute de nuestras circunstancias actuales, compartida a nivel mundial,
es aquella de un campo llena de minas: sabemos todos que el terreno que pisamos
está lleno de explosivos y tenemos pocas dudas acerca de que existirán
inevitablemente explosiones, de manera reiterada. No hay nadie, que poniendo la
mano en el fuego, pueda realmente predecir dónde y cuándo se producirán los
pasos incautos que la desencadenarán.
El debate sobre las respuestas a la crisis griega se ha
trasformado en un `referendum´sobre los programas de austeridad. En uno de sus
libros (Intervista sull´identità, de B. Vecchi) él ha escrito “la más llamativa
y potencialmente explosiva disfunción de la economía capitalista no es la
explotación, sino la exclusión”. ¿Sostiene que los programas de austeridad la
hayan favorecido?
El paso de las prácticas de explotación
a la amenaza de exclusión como principal arma de disciplina es la estrategia de
dominio que el capitalismo actual encuentra más ventajosa. Hace casi un siglo
el economista británico Joan Robinson subrayaba el hecho de que existe un mal
peor que la explotación: el hecho de no ser explotado. Michael Burawoy, un gran
sociólogo de mirada fija y de corazón sensible sugiere en cambio que, después
de una época en la cual las enfermedades sociales eran producto de la
mercantilización del trabajo, habremos entrado en una fase de
ex-mercantilización. Ivor Southwood ha reflejado su experiencia actual del
mundo del trabajo en un libro reciente, Non-Stop Inertia, donde escribe:
“odiábamos el puesto de trabajo y despreciábamos cualquier cosa que lo
representase, y al mismo tiempo estábamos aterrorizados por la idea de ser
`liberados´ en un vacío económico en el cual tendríamos que haber luchado para
encontrar un trabajo y presentarnos indiscriminadamente como mejores respecto a
otros potenciales empleados, igualmente entusiasmados, condescendientes y
flexibles”.
A propósito de flexibilidad: para los partidarios del modelo
neoliberal es sinónimo de mayor libertad, para los críticos de aquel modelo por
el contrario hace rima con precariedad. ¿Usted que piensa?
Creo que por Europa ya vaga un
espectro: el espectro de la redundancia. Estamos clasificados, condenados con
veredicto de ‘culpabilidad’, y la sentencia prevee la exclusión social y la
vida en pobreza. El fantasma de la exclusión proyecta una larga sombra, difundiendo
sus amenazas, mientras muchos de nosotros son bastante afortunados de
permanecer en un puesto de trabajo están destinados a ser perseguidos por el
veneno incurable de la precariedad. A parte del daño, está la herida. Porque el
estado de redundancia – que no hace mucho tiempo llamaban “desocupación” y de
los cuales pocos pueden ignorar la amenaza – se ha privatizado. Se ha declarado
crimen. Se presume que no sea culpable la persona redundante, él o ella,
solamente aquella, y allí está en el banco de imputados hasta que no demuestre
ser inocente. La redundancia, así como la flexibilidad, se adueña de un sitio
en la sociedad y muy a menudo hasta de los medios de sustentación; al mismo
tiempo destruye el autoestima y la confianza en si mismos, extirpando la
dignidad de nuestra vida.
La redundancia parece habernos privado también de la
posibilidad, como trabajadores, de individuar estrategias de resistencia
colectiva…
Dejame responder citando un texto
reciente de Isabel Lorey, State of Insecurity: “Con la demolición neoliberal…
de los sistemas de seguridad social colectiva y con la afirmación de
condiciones de trabajo de corta duración que son cada vez más precarias, se ha
erosionado la posibilidad de organización colectiva en las fabricas o en los
grupos profesionales”. Desde fábricas de solidaridad, los lugares de trabajo se
han transformado en fábricas de sospecha recíproca y competición despiadada. El
desmoronamiento de las uniones y de la lealtad humana está entre los más graves
daños colaterales perpetrados por el capitalismo en la búsqueda de los medios
más eficaces para prevenir el disenso social y la resistencia a sus prácticas.
Lanzar el espectro de la redundancia hasta que se gire sobre Europa ha
demostrado ser extremadamente rentable en términos económicos. Pero ha sido
eficaz en términos de no potenciar la oposición al status quo antes de que
también lograra unirse en verdaderas y propias columnas en marcha.
Tsipras y su ministro de economía, Varoufakis, siguen
repitiendo que es necesario cambiar el paradigma que modela las políticas
económicas de la eurozona,
porque el actual no hace más que
aumentar la desigualdad social. ¿Está de acuerdo?
El efecto combinado más importante de
la nueva estrategia de dominación que pasa por la inseguridad endémica creada
artificialmente y por la separación entre poder y política es seguramente el
crecimiento desmedido de la desigualdad social, dentro de la misma sociedad y
entre sociedades diferentes. Existen diferentes formas de desigualdad, y en
cada una de ellas algunos gana mientras otros pierden. Aquello que va subrayado
es el hecho de que nunca antes el número de los que ganan se había reducido tan
significativamente, mientras que los perdedores nunca habían llegado a niveles
similares. Todo esto no puede más que condicionar profundamente cada aspecto de
nuestra vida. Pero al mismo tiempo condiciona de manera no menos profunda las
perspectivas de nuestra propia supervivencia colectiva en el planeta.
Artículo traducido del italiano al
castellano para Ssociólogos. Fuente original: espresso
Globalización del poder y crisis de la
política. Entrevista a Zygmunt Bauman
J.A.
Hace unos meses publicamos en este blog la traducción
de un artículo de Zygmunt Bauman sobre la globalización: El futuro entre
mercado y naciones-estado. Haciendo zapping por la prensa
europea nos topamos ahora con esta entrevista al sociólogo polaco realizada
hace tres días. Aunque repite algunas de sus ideas ya formuladas en aquel
artículo creemos interesante publicar la traducción de esta entrevista por
algunas reflexiones paralelas que contiene.
«La razón
de esta crisis, que al menos desde hace cinco años afecta a todas las
democracia y a sus instituciones y que no se sabe cuándo ni cómo acabará, es el
divorcio entre la política y el poder ». Zygmunt Bauman no se anda con rodeos.
No por casualidad posee el don de lo que Charles Wrigt Mills llamaba la
imaginación sociológica, la capacidad de condensar en una frase, en una idea,
la realidad de toda una época, y el gran estudioso polaco lo ha conseguido con
su metáfora de la “Vida líquida” y de la “Modernidad líquida” (¿qué hay más
inaprensible o evasivo que el agua y sus flujos?) para describir con genial
claridad la precariedad y la inestabilidad de la sociedad contemporánea.
Él,
líquido no lo es en absoluto; más bien es un hombre de hierro, un octogenario
que da vueltas por el mundo sin descanso (¡viaja en torno a cien días al año
entre conferencias y debates!). En esta ocasión lo tenemos en Mantua donde ha
intervenido en el marco de Festivaletteratura en un debate sobre educación. No hay
signos de cansancio en su austero físico o en el enjuto y marcado rostro
reavivado por ojos centelleantes, mientras habla en una sala de la Logia del
Grano unos días después de la publicación italiana de su nuevo libro Cose que abbiamo in comune (Cosas
que tenemos en común), editado por Laterza.
Profesor
Bauman, ¿Es acaso por esa razón por la que parece que los políticos están
tirando al vacío en esta crisis?
Sí. El
poder es la capacidad de ejercitar el mando. Y la política la de tomar
decisiones, de orientarlas en un sentido o en otro. Los estados-naciones tenían
el poder de decidir y una soberanía territorial. Pero este mecanismo ha saltado
por los aires a causa de la globalización. La globalización ha globalizado el verdadero
poder sobrepasando a la política. Los gobiernos no tienen ya poder o control de
sus países porque el poder está más allá de sus territorios. Están atravesados
por el poder global de la finanza, de los bancos, de los media, de la
criminalidad, de la mafia, del terrorismo… Cualquiera de estos poderes se ríe
fácilmente de las reglas y del derecho locales. Y también de los gobiernos. La
especulación y los mercados no están bajo ningún control, y mientras
asistimos al desarrollo de la crisis de Grecia o de España o de Italia…
Es la época de la propiedad ociosa, como la llamaba Veblen, de
las finanzas: ¿era mejor antes?
El actual
capitalismo es un gran parásito. Trata todavía de apropiarse de la riqueza de
los territorios vírgenes, interviniendo con su poder financiero allí donde es
posible acumular mayores beneficios. Es el cierre de un círculo, de un poder
autorreferencial, el de la banca y el gran capital. Naturalmente que estos
intereses han tendido siempre, también con las tarjetas de crédito, a alimentar
el consumismo y la deuda: gasta rápidamente, disfrútalo y paga mañana o
después. Las finanzas han creado una economía imaginaria, virtual, desplazando
capitales de un lugar a otro y ganando intereses. El capitalismo productivo era
mejor porque funcionaba sobre la creación de bienes; ahora no se hacen negocios
produciendo sino haciendo trabajar al dinero. La industria ha dejado el puesto
a la especulación, a los banqueros, a la imagen.
No hay reglas, debemos crearlas. Quizás nos hace falta un nuevo
Breton Woods…
La
desgracia es que la política internacional no es global mientras que sí lo son
las finanzas. Y por eso todo es más difícil en relación a algunos años atrás.
Por esto los gobiernos y las instituciones no se arriesgan a imponer políticas
eficaces. Pero es evidente que no lograremos resolver los problemas globales si
no es con medios globales, restituyendo a las instituciones la posibilidad de
interpretar la voluntad y los intereses de los ciudadanos. Sin embargo, no
hemos creado todavía estos medios.
Respecto de la crisis europea, ¿no cree que los países de la
Unión están todavía divididos por intereses nacionalistas y por los viejos
resabios que impiden una verdadera integración política y cultural?
Es verdad,
pero es también resultado de un círculo vicioso favorecido por la actual
situación de incertidumbre. La ausencia de decisiones y la impotencia de los
gobiernos activan comportamientos nacionalistas en aquellas poblaciones que se
sentían más protegidas por el viejo sistema. Vivimos en una condición de vacío,
parangonable a la idea de interregnum de la que hablaba Gramsci: es un viejo
sistema que ya no funciona pero todavía no tenemos otro alternativo, que tome
su puesto.
La globalización ha producido también aspectos positivos. Hace
veinte años, no veíamos en Europa africanos, asiáticos,
rusos…Éramos todos blancos, franceses, alemanes, italianos, ingleses… Ahora
podremos por fin contrastarnos: ¿conseguiremos hacerlo sobre un terreno común?
Es una
empresa difícil, muy difícil. El objetivo debe ser el de vivir juntos
respetando las diferencias. Por un lado hay gobiernos que tratan de bloquear o
de frenar la inmigración, por otro hay gobiernos que, sin ser más tolerantes,
tratan por el contrario de asimilar a los inmigrados. En los dos casos se trata
de actitudes negativas.
Las
diásporas de estos años deben ser recibidas sin anular las tradiciones y la
identidad de los inmigrados. Debemos crecer juntos, en paz y con un beneficio
común, sin anular la diversidad que supone por el contrario una gran
riqueza.
—————-
Entrevista
publicada el 11 de septiembre en Il
Messagero.
Traducida
del italiano por Javier Aristu
https://encampoabierto.com/2012/09/14/globalizacion-del-poder-y-crisis-de-la-politica-entrevista-a-zygmunt-bauman/
El pensador polaco Zygmunt Bauman, en febrero de 2014 en Madrid. / Alejandro Lamas
El pensador polaco Zygmunt Bauman, en febrero de 2014 en Madrid. / Alejandro Lamas
“Estamos en un estado de divorcio entre el
poder y la política”
El profesor polaco Zygmunt Bauman sigue siendo, a sus 89 años, un referente del pensamiento crítico contra el capitalismo
Acaba de publicar ¿La riqueza de unos nos beneficia a todos? (Paidós, 2014), donde retrata "la tesitura de incertidumbre y de ignorancia con respecto al futuro"
Miguel Roig
En la Fundación Rafael Pino, donde nos reciben paramantener un encuentro con Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925), lo primero que hacen es pedir a los fotógrafos moderación en su trabajo, dada la avanzada edad del profesor.
Tarda poco Bauman en desmentir la supuesta fragilidad. Cruzando la amplia terraza, bajo la llovizna invernal, se nos acerca un hombre vestido de negro, muy alto y delgado como las seis en punto, cuya linealidad sólo es desbaratada por sendas matas de pelo blanco que se escapan a cada lado de su pequeña cabeza.
Es puro nervio, armonioso, pero nervio que se expresa en sus largos brazos y manos hiperactivas que sólo se calman con la ayuda de una pequeña pipa y un mechero; entonces, el profesor, concentra la actividad en los ojos que buscan, inquietos, sus pares en el pequeño grupo de periodistas que nos sentamos alrededor suyo.
Es afable, irónico, y no regatea ni la sonrisa ni un poco de humor. Este carácter gentil contrasta con una mirada pesimista del mundo, apoyada en los muchos datos que aporta en el libro que ha venido a presentar, ¿La riqueza de unos nos beneficia a todos? (Paidós, 2014). "Por supuesto que no", dirá una y otra vez en réplica retórica al título y como punto de partida a sus largas respuestas durante la charla.
Bauman, como es sabido, utiliza el concepto de liquidez para señalar el fin de toda certeza y fiabilidad en las instituciones que supuestamente respaldan nuestro sistema de vida, pero más temible aún es la pérdida de valor que adjudica a la experiencia.
De nada sirve el saber acumulado, sostiene, para moverse en una sociedad líquida en la que el trabajo ha perdido valor, los afectos, capacidad de contención y lazo con los demás, y donde el ciudadano, en el mejor de los casos, es un mero consumidor.
"La suma de compras de un país es la medida de su felicidad", sentencia en su nuevo libro y nos recuerda cuando, después de la caída de las Torres Gemelas, el expresidente George W. Bush les dijo a los norteamericanos, con la intención de transmitirles tranquilidad: "Volved a ir de compras".
Para Bauman el porvenir no es algo agradable: "La imagen real de la desigualdad futura no es halagüeña". Y este diagnóstico –al igual que todas las reflexiones que aventura– no contiene un ápice de optimismo. Tampoco se atreve a señalar alguna posible salida de la gran crisis; tan sólo ruega que el sentido común colectivo evite llegar a un punto sin retorno. Es por ello, tal vez, que se preocupa en ser sumamente didáctico y no dejar ninguna cuestión sin su debida explicación.
Con sólo leer las primeras páginas de su libro, pródigas en cifras y estadísticas, se obtiene una respuesta lapidaria a la pregunta del título.
Podemos estimar el estado del mundo consultando datos y buscando un promedio. Tenemos muchas estadísticas que nos dan una media, pero el ser humano medio no existe.
Es una ficción: los seres humanos reales viven entre la diferencia, no viven entre la igualdad. Son inteligentes, y pueden constatar que afirmar que la riqueza está mejorando su calidad de vida es algo muy dudoso. Y la razón es que alguna gente está mejorando pero otra está empeorando más, y a lo que la gente reacciona no es al estándar absoluto del bienestar medio, sino a la diferencia que genera entre la población.
La investigación reciente –sobre todo un estudio iluminador que realizaron [Richard] Wilkinson y [Kate] Picket– muestra que la calidad de vida de la sociedad, en general, no sólo de un grupo o de otro, sino la calidad general de vida degradada por patologías como el alcoholismo o los embarazos adolescentes, en fin, todas las enfermedades de la sociedad, son medidas no con el ingreso medio, sino con el grado de desigualdad.
Es decir, que la riqueza no sólo no conforta al cuerpo social, sino que ahonda la brecha entre ricos y pobres.
El crecimiento de los ingresos recientes no mejora la calidad de vida, no mejora la sociedad. La merma en la calidad de vida, el estado de patología social, viene a la vez que la desigualdad creciente.
En Europa existieron los llamados treinta años gloriosos, el periodo que se vivió después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces los Estados intervenían siguiendo la receta de [John Maynard] Keynes, el gran economista. Ellos deseaban promocionar no sólo la riqueza creciente del Estado en su totalidad, sino también distribuirlo de tal manera que todo el mundo se sintiese involucrado y que todo el mundo pudiese contribuir a una gran sociedad.
Durante estos treinta años la desigualdad en Europa empezó a caer y en 1970 empezó a ir en la otra dirección. Y ahora esta tendencia se manifiesta de manera exponencial. Permítanme una cita del Evangelii Gaudium, la exaltación apostólica del Papa Francisco en la que afirma "las ganancias de una minoría están creciendo exponencialmente, al igual que el hueco que separa a la mayoría de la prosperidad que disfrutan los pocos que son felices".
Acaba de publicar ¿La riqueza de unos nos beneficia a todos? (Paidós, 2014), donde retrata "la tesitura de incertidumbre y de ignorancia con respecto al futuro"
Miguel Roig
En la Fundación Rafael Pino, donde nos reciben paramantener un encuentro con Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925), lo primero que hacen es pedir a los fotógrafos moderación en su trabajo, dada la avanzada edad del profesor.
Tarda poco Bauman en desmentir la supuesta fragilidad. Cruzando la amplia terraza, bajo la llovizna invernal, se nos acerca un hombre vestido de negro, muy alto y delgado como las seis en punto, cuya linealidad sólo es desbaratada por sendas matas de pelo blanco que se escapan a cada lado de su pequeña cabeza.
Es puro nervio, armonioso, pero nervio que se expresa en sus largos brazos y manos hiperactivas que sólo se calman con la ayuda de una pequeña pipa y un mechero; entonces, el profesor, concentra la actividad en los ojos que buscan, inquietos, sus pares en el pequeño grupo de periodistas que nos sentamos alrededor suyo.
Es afable, irónico, y no regatea ni la sonrisa ni un poco de humor. Este carácter gentil contrasta con una mirada pesimista del mundo, apoyada en los muchos datos que aporta en el libro que ha venido a presentar, ¿La riqueza de unos nos beneficia a todos? (Paidós, 2014). "Por supuesto que no", dirá una y otra vez en réplica retórica al título y como punto de partida a sus largas respuestas durante la charla.
Bauman, como es sabido, utiliza el concepto de liquidez para señalar el fin de toda certeza y fiabilidad en las instituciones que supuestamente respaldan nuestro sistema de vida, pero más temible aún es la pérdida de valor que adjudica a la experiencia.
De nada sirve el saber acumulado, sostiene, para moverse en una sociedad líquida en la que el trabajo ha perdido valor, los afectos, capacidad de contención y lazo con los demás, y donde el ciudadano, en el mejor de los casos, es un mero consumidor.
"La suma de compras de un país es la medida de su felicidad", sentencia en su nuevo libro y nos recuerda cuando, después de la caída de las Torres Gemelas, el expresidente George W. Bush les dijo a los norteamericanos, con la intención de transmitirles tranquilidad: "Volved a ir de compras".
Para Bauman el porvenir no es algo agradable: "La imagen real de la desigualdad futura no es halagüeña". Y este diagnóstico –al igual que todas las reflexiones que aventura– no contiene un ápice de optimismo. Tampoco se atreve a señalar alguna posible salida de la gran crisis; tan sólo ruega que el sentido común colectivo evite llegar a un punto sin retorno. Es por ello, tal vez, que se preocupa en ser sumamente didáctico y no dejar ninguna cuestión sin su debida explicación.
Con sólo leer las primeras páginas de su libro, pródigas en cifras y estadísticas, se obtiene una respuesta lapidaria a la pregunta del título.
Podemos estimar el estado del mundo consultando datos y buscando un promedio. Tenemos muchas estadísticas que nos dan una media, pero el ser humano medio no existe.
Es una ficción: los seres humanos reales viven entre la diferencia, no viven entre la igualdad. Son inteligentes, y pueden constatar que afirmar que la riqueza está mejorando su calidad de vida es algo muy dudoso. Y la razón es que alguna gente está mejorando pero otra está empeorando más, y a lo que la gente reacciona no es al estándar absoluto del bienestar medio, sino a la diferencia que genera entre la población.
La investigación reciente –sobre todo un estudio iluminador que realizaron [Richard] Wilkinson y [Kate] Picket– muestra que la calidad de vida de la sociedad, en general, no sólo de un grupo o de otro, sino la calidad general de vida degradada por patologías como el alcoholismo o los embarazos adolescentes, en fin, todas las enfermedades de la sociedad, son medidas no con el ingreso medio, sino con el grado de desigualdad.
Es decir, que la riqueza no sólo no conforta al cuerpo social, sino que ahonda la brecha entre ricos y pobres.
El crecimiento de los ingresos recientes no mejora la calidad de vida, no mejora la sociedad. La merma en la calidad de vida, el estado de patología social, viene a la vez que la desigualdad creciente.
En Europa existieron los llamados treinta años gloriosos, el periodo que se vivió después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces los Estados intervenían siguiendo la receta de [John Maynard] Keynes, el gran economista. Ellos deseaban promocionar no sólo la riqueza creciente del Estado en su totalidad, sino también distribuirlo de tal manera que todo el mundo se sintiese involucrado y que todo el mundo pudiese contribuir a una gran sociedad.
Durante estos treinta años la desigualdad en Europa empezó a caer y en 1970 empezó a ir en la otra dirección. Y ahora esta tendencia se manifiesta de manera exponencial. Permítanme una cita del Evangelii Gaudium, la exaltación apostólica del Papa Francisco en la que afirma "las ganancias de una minoría están creciendo exponencialmente, al igual que el hueco que separa a la mayoría de la prosperidad que disfrutan los pocos que son felices".
La ausencia de prosperidad genera un fenómeno
que usted en el libro llama precariado.
Hace no mucho tiempo –yo soy un hombre muy
mayor y recuerdo cosas que vosotros sois demasiado jóvenes para recordar–, hubo
un periodo en el que la gente pensaba en términos de contrastes entre la clase
media, gente segura y con dinero, mirando hacia delante, mirando hacia arriba,
soñando con mejoras en su vida, y, por otro lado, los proletarios, gente que
vivía en la miseria, todos muy cerca o por debajo de la línea de pobreza.
Esta distinción se está borrando, ya que la
clase media y los proletarios empiezan a conformar una clase conjunta. A eso yo
llamo precariado, de precariedad.
Y precariedad significa gente que no está segura de su futuro. Las leyes
salvajes del mercado implican que una compañía devora a la compañía de al lado,
y en la siguiente ronda de austeridad hay gente que será despedida y perderá
los logros de su vida. Los logros vitales ya no son un valor seguro.
Los sociólogos, después de la guerra, nos han
hablado de la generación del boom, de la generación X, de
la generación Y, de la generación tal y cual, y ahora nos hablan de la
generación ni-ni: jóvenes que no tienen educación y no tienen trabajo.
Es la primera generación que no gestiona los
logros de sus padres como el inicio de su propia carrera. Es al revés, están
preocupados en cómo poder recrear las condiciones bajo las cuales sus padres
han vivido y han logrado desarrollarse. No están mirando hacia delante, están
mirando hacia atrás, a la defensiva. Este es un cambio muy poderoso.
¿La representación de la pirámide como
metáfora de la estructura social, a la luz de este análisis, ha quedado
obsoleta?
Pues sí, esta pirámide ya no es real. Mejor
pensamos en una gran calabaza con una pequeña cereza encima de ella. En la calabaza
está todo el mundo: los proletarios, la clase media. Todos estamos en la misma
tesitura de incertidumbre y de ignorancia con respecto al futuro.
Después del colapso de 2007, que afectó a
España muy duramente pero que también afectó a nivel global, ha habido una
recuperación parcial. Pongamos entre paréntesis esta recuperación porque más
del 90 por ciento de la riqueza que se produce, de esta riqueza extra, se la
apropia sólo un 1 por ciento de la población, y el resto se va empobreciendo.
Claro, están las estadísticas, como hemos
dicho, buscando la media. Si las sumamos todas y las dividimos entre la
población, entonces hay un crecimiento económico. Pero detrás de este
crecimiento, se esconden varias realidades. La gente es desahuciada de su casa,
pierde su trabajo; hay muy pocas oportunidades de cambiar esta situación.
Así que vuelvo a lo que dije al principio.
Cuando yo era joven, había una creencia popular que se basaba en que la riqueza
que había arriba, en la capa social más alta, se filtraría y bajaría; todo el
mundo, de una manera u otra, compartiría esa riqueza. Pero eso no está
ocurriendo, no pasa. Podemos decir que los nuevos billonarios se han construido
una barricada que les separa del resto de la población. Han llegado arriba de
todo y han subido los puentes levadizos.
Este contexto de desigualdad se corresponde
con uno de mera supervivencia. ¿Es esta una sociedad posible?
Nos estamos alejando de la morfología de una
sociedad que favorece el desarrollo de las cosas solidarias. Esto se está
desmoronando. Antes, la negociación colectiva establecía las condiciones de
trabajo para todo el mundo; se aplicaba de manera igualitaria. La gente que
llegaba a las grandes oficinas o fábricas miraba alrededor y veía que todo el
mundo estaba en la misma situación. Esta era la premisa de la solidaridad,
estar hombro con hombro, marchar juntos, unir las fuerzas, todos para uno.
Ahora eso se ha roto porque, si trabajas para
un jefe, sabes muy bien que espera que hagas mucho más de lo que puedes hacer;
tienes que demostrar que eres totalmente irremplazable, indispensable. Que
cuando llegue la próxima vuelta de austeridad, tú te asegures de que te vas a
quedar y que serán a los otros a los que van a echar.
No hay nada que puedas ganar si intentas unir
fuerzas; si te atreves a hacer eso, te van a llamar rebelde y vas a ser el
primero en ir a la calle. No hay racionalidad, no hay un sentido de solidaridad.
Hay sentido de ser competitivo y sin piedad; considerar a cada persona que
tienes alrededor como un rival, como un peligro personal.
¿El hombre contra el hombre?
El hombre es un lobo para el hombre, lo cual
puede ser un insulto para los lobos. Así las cosas, la pregunta es cómo se
mueven los políticos que están bajo dos fuegos. Por un lado los electores, a
quienes deben prometer cosas para ser reelegidos. Pero por otro lado está
aquello que Manuel Castells llama el espacio de los flujos, allí donde los
capitales financieros, los terroristas y los traficantes de drogas circulan.
Los espacios de flujos se distinguen por no
depender de ningún poder local. Su reacción a situaciones difíciles no es
negociar, por ejemplo, con políticos españoles o con el Parlamento español,
sino moverse a otro lugar que sea más hospitalario con sus intereses, un sitio
en el que no les causen problemas. De manera que, si los políticos siguen los
deseos de su electorado, se arriesgan a que las fuerzas que habitan este
espacio, simplemente, se evaporen. Este es el doble fuego. Tienen que intentar
reconciliar lo irreconciliable.
reconciliar lo irreconciliable.
¿Le escuchan los políticos?
Los intereses a ambos lados de la barricada no
son fáciles de reconciliar. La primera reacción al colapso económico fue
recapitalizar los bancos, lo cual es como emplear gasolina para apagar un
fuego. Eso es lo que está pasando.
El tema no es hoy aquello que tiene que
hacerse. Esto es algo que podemos discutir sensatamente e incluso podemos
llegar a algún tipo de acuerdo. El tema hoy es quién lo va a hacer.
Quién lo va a hacer hoy porque hace treinta o
cuarenta años, yo seguía creyendo junto con mis contemporáneos que, si
estábamos de acuerdo en qué hacer, si nos poníamos de acuerdo respecto a qué
había que hacer, no teníamos ninguna duda de que lo haría el Gobierno, porque
el Gobierno tiene en sus manos la capacidad de llevar a cabo acciones
efectivas. Pero hoy…
¿Cuáles son las condiciones de las acciones
efectivas?
Una de ellas es el poder. Poder significa la
capacidad de hacer cosas, y la política es la habilidad para decidir qué cosas
han de hacerse; y el Estado tenía tanto el poder como la política en sus manos,
con lo cual podía decidir qué cosas había que hacer y podía llevarlas a cabo.
Hoy, como no me canso de repetir, estamos en
un estado de divorcio entre el poder y la política. El poder, como diría
[Manuel] Castells, existe en el espacio de los flujos pero la política se
mantiene en forma local, igual que estaba en el siglo XIX, no ha cambiado nada.
Es local, en el espacio de los lugares, como también lo define Castells.
Y siempre y cuando continúe este divorcio,
nosotros estaremos atascados en esta pregunta: ¿quién va a hacerlo? El Gobierno
está claramente atascado en este doble fuego sin saber qué hacer.
14-abril-2014
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